martes, 16 de febrero de 2010

AVANTI MOROCHA

Para vos....

Nos empezamos de golpe
nos saboreamos de prepo
como salidos de un cuento de amor
vos venías de un viaje de mochilas cansadas
yo pateaba verano sin sol

Y en el escolazo de los besos
cantamos bingo, y así andamos
sin nada de mapas ni de candados

Arriba morocha
que nadie está muerto
vamos a punguearle a esta vida amarreta
un ramo de sueños
Avanti morocha no nos llueve tanto
no tires la toalla que hasta los más mancos
la siguen remando

Nunca dejo que un ángel haga un nido en mi almohada
pero me acuerdo tarde, mi amor
hoy me siento a la sombra de tus piernas dormidas
y le converso a mi insomio de vos

Y como los fantasmas del recuerdo
salen a la noche a patotearte
vos andás descalza y en puntas de pie

Arriba morocha
que nadie está muerto
vamos a punguearle a esta vida amarreta
un ramo de sueños
Avanti morocha no nos llueve tanto
no tires la toalla que hasta los más mancos
la siguen remando

Es tan fácil perderse en las calles del miedo
no me sueltes la mano mi amor
mi casa es un desastre sin tu risa
no me dejaste ni las

Arriba morocha
que nadie está muerto
vamos a punguearle a esta vida amarreta
un ramo de sueños
Avanti morocha no nos llueve tanto
no tires la toalla que hasta los más mancos
la siguen remando

Los Caballeros de la Quema


miércoles, 3 de febrero de 2010

La utopía


Sic transit gloria mundi. De esta manera define San Pablo, en una de sus epístolas, la condición humana: la gloria del mundo es transitoria. Aun sabiéndolo, un hombre siempre está en la búsqueda de reconocimiento de su trabajo. ¿Por qué? Cuando me presenté como candidato para esta silla, al cumplir con el ritual de entrar en contacto con los miembros de la casa Machado de Asiss, encontré en el profesor Josué Montello algo semejante.

El me dijo: “Todo hombre tiene el deber de seguir el camino que pasa por su aldea”. ¿Por qué? ¿Qué hay en ese camino? ¿Qué fuerza es esa que nos empuja lejos de nuestra cómoda vida familiar y nos lleva a enfrentar desafíos, aun sabiendo que la gloria del mundo es transitoria?

Creo que ese impulso se llama: búsqueda del sentido de la vida. Durante muchos años busqué en los libros, en el arte, en la ciencia; recorrí esos caminos peligrosos o confortables para encontrar una respuesta satisfactoria a esa pregunta. Encontré muchas, algunas me convencieron por algunos años, otras no resistieron más de un día de análisis; ninguna de esas respuestas fue lo suficientemente fuerte como para que ahora yo pueda afirmar: el sentido de la vida es éste. Estoy convencido de que semejante respuesta jamás se nos revelará en esta vida; sin embargo, al final, en el momento en que estemos nuevamente frente al Creador, comprenderemos cada oportunidad que nos fue ofrecida, y que entonces fue aceptada o rechazada.

En un sermón de 1890, el pastor Henry Drummond habla de ese encuentro y formula una pregunta que posiblemente se nos formule. En este momento la gran pregunta del ser humano no será ¿Cómo viví?, sino ¿Cómo amé? La prueba final de toda búsqueda es la dimensión de nuestro amor.

Martin Luther King recordaba que los griegos tienen tres palabras para designar ese sentimiento: la primera es Eros, el amor saludable y necesario entre dos seres humanos que se buscan, se encuentran o se desencuentran. La segunda palabra es Philos, la pasión que nos lleva al encuentro de la sabiduría, los amigos, la filosofía, el legado de las generaciones anteriores. Finalmente existe la palabra Agape, o amor mayor, aquel al cual –como bien señalara Martin Luther King– se refería Jesús al decir: Ama a tus enemigos. Un amor que trasciende el acto de agradar, pues no nos puede agradar quien nos agrede, nos ofende o es injusto en sus comentarios, fatuo en sus acusaciones, prejuicioso en sus opiniones.

Entonces, la esencia del Agape no se encuentra sólo en los que me precedieron en esta Silla 21, sino en todas las sillas de esta casa, de este auditorio, en todas las sillas del mundo. Basta con reunir el coraje suficiente para luchar por los sueños y, de nuevo, me apropio de una expresión de San Pablo: “Librar un buen combate y mantener la fe”.

En 1986, cuando hacía el Camino de Santiago en busca de una espada, esa misma espada que en breve me será de nuevo entregada simbólicamente por el profesor Josué Montello, comprendí por primera vez el sentido de esa expresión.

Un buen combate es aquel en el que nos enzarzamos porque nuestro corazón va en ello. En las épocas heroicas, en tiempos de caballeros andantes, eso era fácil, había mucha tierra para conquistar y muchas cosas para hacer. Hoy, sin embargo, veo los campos de combate dentro de nosotros mismos. Un buen combate es aquel que emprendemos en nombre de nuestros sueños. Cuando se manifiestan dentro de nosotros con todo su vigor en la juventud, tenemos mucho coraje, pero así no aprendemos a luchar. Después de mucho esfuerzo terminamos aprendiendo, pero entonces ya no tenemos el mismo coraje. Por eso nos encerramos en nosotros mismos y nos convertimos en nuestro peor enemigo. Decimos que nuestros sueños eran infantiles, difíciles de realizar, o fruto del desconocimiento de la realidad de la vida. Matamos nuestros sueños porque tenemos miedo de luchar, de un buen combate.

El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo. Las personas más ocupadas que conocí en mi vida siempre tenían tiempo para todo y para todos. Las que no hacen nada están siempre cansadas, no se dan cuenta del poco trabajo que tienen que hacer, o se quejan de que el día es demasiado corto. La verdad, esas personas tienen miedo de saber adónde va ese misterioso camino que pasa por su aldea.

El segundo síntoma de la muerte de nuestros sueños son nuestras certezas. Porque no queremos enfrentar la vida como una gran aventura por ser vivida, pasamos a juzgarnos como sabios, justos y correctos. Miramos más allá de las murallas de nuestro mundo organizado, donde la ciencia y la filosofía ya tienen todas las respuestas, donde las dudas ya fueron resueltas por las ideologías, conceptos y preconceptos. Miramos y vemos las grandes derrotas de los guerreros sedientos de conquista; oímos el ruido de las lanzas que se quiebran, sentimos el olor de sudor y pólvora. Entonces afirmamos desde lo alto de nuestras torres de marfil: Ellos no saben lo que yo sé.

Finalmente, el tercer síntoma de la muerte de nuestros sueños es la paz. La vida pasa a ser una tarde de domingo, sin esperar grandes cosas, o sin exigir más de lo que queremos dar. Decidimos que estamos maduros, dejamos de lado las fantasías de la infancia, y conseguimos nuestra realización personal y profesional. Nos sorprendemos cuando alguien de nuestra edad dice que todavía quiere esto o aquello de la vida. Pero, la verdad, en lo más íntimo de nuestro corazón sabemos que lo que pasó es que renunciamos a la lucha por nuestros propios sueños. Cuando encontramos cierta paz tenemos un breve período de tranquilidad. Pero los sueños muertos empiezan a pudrirse dentro de nosotros, infectan el ambiente en que vivimos. Ninguno de los ocupantes de esta Silla 21 experimentó –gracias a Dios– esa terrible paz. El dramaturgo Dias Gomes, en su discurso de admisión la llamó Silla de Libertad. El economista Roberto Campos la nombró como Silla del Eclecticismo. Yo por el momento preferiría llamarla Silla de Utopía. Utopía en un sentido clásico, referido a un momento ideal de la historia de la civilización en la cual todas las conquistas del hombre serían consolidadas entre sus semejantes; el país imaginario del escritor inglés Tomás Moro (1480-1535), donde un gobierno organizado de la mejor manera proporciona óptimas condiciones de vida a un pueblo equilibrado y feliz.

Sic transit gloria mundi. La gloria del mundo es transitoria, y no es ella quien da la dimensión de nuestra vida, sino aquello que hacemos para seguir nuestro camino personal, dar vida a nuestras utopías y luchar por nuestros sueños. Todos somos protagonistas de nuestras vidas, y muchas veces son los héroes anónimos los que dejan las marcas más duraderas.

Cuenta una leyenda japonesa que cierto monje, deslumbrado por la belleza del Tao Te King, resolvió reunir fondos para traducir y publicar esos versos en su lengua natal. Demoró diez años en conseguir el dinero.

Pero entonces una peste asoló su país, y el monje decidió usar el dinero para aliviar el sufrimiento de la gente. En cuanto la situación se normalizó, volvió a dedicarse a reunir fondos. Pasaron otros diez años, y cuando se disponía a imprimir el libro, un maremoto dejó a centenas de personas sin techo.

El monje nuevamente gastó el dinero en reconstruir las casas para los despojados. Al cabo de otros diez años, volvió a reunir el dinero, y finalmente el pueblo japonés pudo leer el Tao Te King. Dicen los sabios que en realidad el monje hizo tres ediciones del Tao: dos invisibles y una impresa. Realizó su utopía, luchó el buen combate, mantuvo la fe en su objetivo, pero no dejó de prestar atención a sus semejantes. Que así sea con todos nosotros: a veces los libros invisibles, nacidos de la generosidad hacia el prójimo, son tan importantes como los que llevan a los escritores a ocupar un sitio en la Academia Brasileña de Letras.

Por Paulo Coelho

fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=451538